Dulce castigo - El Blog de Jaime Galán
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Dulce castigo

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Hasta los cojones estoy de ver anuncios de comida preparada cuyo eslogan principal consiste en apelar a la excelencia de las abuelas en materia culinaria. Estoy hablando de frases del tipo: “Al estilo de la abuela” o “Como las de la abuela” o “La receta de la abuela directa al plato” y un largo etcétera.

Pues bien, os confieso una cosa, abro paréntesis: mis abuelas no sabían cocinar, no tenían ni puta idea. Y lo digo con todo el cariño y respeto del mundo, que en paz descansen ambas, un beso yayas. Pero es que no guardo un solo recuerdo de ningún plato exquisito o realmente trabajado. Nada de nada. No cocinaban bien y les importaba una mierda, lo reconocían y se pitorreaban del asunto. 

No puedo decir que esto me haya supuesto un trauma, ni mucho menos. He tenido amigos que sí han gozado de ese privilegio, pero nunca he sentido envidia por ese motivo, aunque sí cierta sensación de distanciamiento social. ¿Qué cojones pasa en mi familia para que nadie sepa cocinar como dios manda? Puedo afirmar con rotundidad que yo, siendo un mediocre de los pies a la cabeza en esta materia, sería Arzak o Berasategui comparado con ellas. 

Mi abuela paterna se pasó media vida huyendo. Sí, huyendo de la policía y de los chivatos que querían enchironarla junto a su marido, mi abuelo. Pensaréis que eran unos forajidos, una especie de Bonnie & Clyde, pero nada más lejos de la realidad: ambos eran militantes republicanos, comunistas a más señas. Como es lógico, se metieron en líos y los andaban buscando, y ya con el dictador al mando mi abuelo pasó nueve años en la cárcel de Burgos mientras veía caer a algún hermano en el pelotón de fusilamiento, y mi abuela aún se dedicaba a imprimir propaganda antifranquista por Madrid y a acudir a reuniones clandestinas de republicanos. Una insensatez en toda regla, porque esta actividad la obligó a desentenderse prácticamente de su hijo, mi padre, que el pobre tuvo una infancia de mierda pasando largas temporadas en diferentes ubicaciones, acogido en casas de tíos o familiares que tuvieran a bien hacerle ese favor a mi abuela. Hasta le cambiaron el nombre para no levantar suspicacias. Se puede decir que mi padre fue un nómada sin residencia fija ni hogar, que se tuvo que buscar la vida desde muy jovencito, fabricar lealtades y afinidades que le proporcionaran algo parecido al calor familiar que no tuvo en casa.

Con este panorama es normal que mi abuela no pudiera dedicar siquiera unos minutos a preparar unas ricas croquetas o a desentrañar los secretos de un buen cocido o unos callos, aunque se las daba de gata auténtica, madrileña con pedigrí. Imaginaos el espectáculo culinario si mi abuela, en lugar de dedicarse en cuerpo y alma a sus quehaceres revolucionarios, hubiera empleado sus fuerzas en aprender a preparar los típicos platos de casquería y los ricos postres mesetarios, tan dados a los excesos calóricos y glucémicos, menudo festival.

Puedo afirmar con rotundidad que Franco me ha privado de las bondades gastronómicas castellanas. Puestos a imaginar, pienso que si los fascistas hubieran perdido la guerra y no al revés, mi abuela se hubiera podido emplear a fondo en otros menesteres alejados de la política, más propios de su edad y condición. Porque en esa época, lo «normal» hubiera sido que se dedicara a “sus labores” y no al politiqueo panfletario que no le trajo nada bueno. Pero el cabrón de Franco ganó la guerra, o la perdieron los otros, me la suda el orden, y ahí empezó el declive o la maldición culinaria familiar. 

Como la mayoría de españoles, yo también tengo muertos en las cunetas pero con el agravante de no poder encontrar consuelo en un buen plato de garbanzos.

***

Mi abuela por parte de madre era apolítica, pasaba de mierdas. Demasiado le castigó la vida desde bien pequeña como para tener que enfrascarse en trifulcas fratricidas de fachas y rojos. Perdió a su madre con tan solo cuatro años, prácticamente no la conoció. Luego su padre se volvió a casar y anduvieron varios años buscándose la vida, hasta que recalaron en Málaga y de ahí a Melilla dónde a mi bisabuelo le salió un trabajo en el puerto. Allí conoció a mi abuelo, que era planchista y mecánico y reparaba todo tipo de vehículos, tenía buena mano. Y allí nacieron mi madre y mis tías. A mi abuela no le gustaba para nada la vida melillense, prefería vivir en Málaga, más capital, más ambiente en las calles, otro nivel de vida. Pero el destino quiso que a mi abuelo le ofrecieran un buen puesto de mecánico en Barcelona, la ciudad de los prodigios. Y allí que se desplazó toda la familia con lo puesto, encantados de la vida, no como ahora que una simple mudanza nos trastoca la existencia y tenemos que llevar a los chavales al psicólogo.

Pese a unos inicios jodidos en los que pasaron penurias económicas hasta que pudieron asentarse definitivamente en una residencia fija, a mi abuela le apasionó Barcelona desde que la pisó, fue amor a primera vista. Aquello era otra cosa, cosmopolitismo en vena, vida social y cultural agitada, lo que a ella le fascinaba.

Y Barcelona despertó en ella la pulsión cultural, la pasión por el cine y la lectura. Mi abuela podía pasarse tardes enteras en el cine mientras sus hijas y su marido trabajaban. Luego se acercaba a algún quiosco e intercambiaba novelas de bolsillo de todo tipo y autores, desde Marcial Lafuente Estefanía hasta Ralph Barby (que en realidad era el pseudónimo del matrimonio de escritores formado por Rafael Barberán y Àngels Gimeno) También descubrió el Círculo de lectores y las colecciones de clásicos de Salvat.

Se puede decir que mi abuela por las mañanas cumplía con su “papel” de madre y esposa, iba a la compra, preparaba algo de comer y de cenar y limpiaba el piso. Y punto. Pero las tardes las reservaba para ella, nada de quedarse en casa a hacer ganchillo escuchando la radio ni de bajarse a cotillear con las vecinas. Todo eso le sobraba. Ella necesitaba su ración de cine y de lectura diarias y cualquier esfuerzo dedicado a otros menesteres le parecía superfluo. Así que trataba de economizar sus recursos evitando dedicar más tiempo del necesario al noble arte de la cocina. Digamos que sus platos cumplían con la básica necesidad de alimentar a la familia de la mejor manera posible, pero sin exquisiteces ni adornos ni gran elaboración. Sin llegar a ser comida de hospital, sí podría decirse que era comida de batalla y sin pretensiones: proteínas, calorías y carbohidratos para pasar la jornada y si querían comer bien se iban los domingos a la Barceloneta a hartarse de paella y mejillones.

Así que todas esas campañas se las pueden meter por el culo todos los directores de marketing; mis abuelas no se pasaron la vida preparando exquisitas recetas, el destino les reservó otro papel. No saboreé ni siquiera un plato digno de mención. Hicieron lo que les dio la gana y vivieron como quisieron dadas las circunstancias y si el precio que tuvieron que pagar fue el de dejar a unos nietos huérfanos de viandas gastronómicas memorables, bendito castigo sea ese. Cierro paréntesis.

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