02 Oct El bucle que no cesa
La primera y última vez que no hablé con Ana fue una lluviosa tarde de un martes, al salir de la charla de alcohólicos anónimos (anónimos por mis santos cojones, todos tenemos un nombre y bien que lo decíamos). Ambos íbamos a rehabilitación al mismo centro médico del barrio y una vez por semana, generalmente los martes o los jueves, nos obligaban a asistir presencialmente a esas reuniones que hasta entonces solo había visto en las películas.
Éramos quince personas, conocía los nombres de todos y, aunque nos obligaban a interrelacionarnos en los descansos, yo solía aislarme de la única manera que podía, que no era otra que saliendo al patio trasero del edificio a fumarme un cigarrillo tranquilamente. Afortunadamente, nadie replicó nunca esta costumbre y siempre me lo podía fumar a solas.
Jamás entablé una conversación con nadie, exceptuando los protocolarios saludos y alguna frase de relleno o improvisada si alguien me preguntaba algo. Estoy convencido de que todos adivinaron mi perfil rápidamente y se abstuvieron de alterar mi estado de ensimismamiento.
Todos menos Ana. Ese martes lluvioso salí a toda prisa para alcanzar el coche y evitar mojarme más de lo necesario. Nunca llevo paraguas, le tengo un asco tremendo, me parece un artilugio ridículo y de otra época. Cuando llegué al coche y antes de poder abrir la puerta, una voz de mujer gritó mi nombre con tanta fuerza y vigor que me sorprendí girando rápidamente la cabeza para ver de dónde provenía.
Y a cinco o seis metros pude adivinar la figura de una mujer con paraguas que, haciendo gestos con su brazo izquierdo, llamaba mi atención para que fuera hacia allí con no sé qué propósito. De repente pensé en que quizás se me habría olvidado el móvil o el paquete de tabaco en la mesa y que amablemente me los entregaba al percatarse de mi despiste. Así que, pese a mi fastidio inicial por estar calándome de agua hasta los huesos y teniendo el objetivo de la puerta del coche a escasos centímetros de distancia, retomé mis pasos torpemente para evitar resbalar y acudí hacia ella para resolver el misterio que envolvía a tan efusiva llamada.
Tengo que decir que pese a la escasa iluminación del lugar, desde el primer momento reconocí que esa figura y esa voz correspondían a las de Ana, con quien no había cruzado palabra en las cinco semanas de tediosas sesiones, pero cuya voz se me hacía familiar como la de todos los desgraciados que nos veíamos obligados a contar, con todo lujo de detalles, nuestras penosas etapas de excesos etílicos así como las gratificantes fases de superación del asqueroso vicio. Y debo reconocer que esa mujer me gustaba de algún modo.
Cuando por fin llegué a su altura y pude refugiarme bajo el soportal del edificio, le pregunté abiertamente qué pasaba, mientras ella recogía el paraguas y me contestaba con un tono que intuí algo burlón y falsamente desenfadado:
-No pasa nada, ¿tendría que pasar algo para llamar tu atención?
Su respuesta me dejó algo descolocado, pero estaba acostumbrado a este tipo de salidas dialécticas de personas que se creen muy originales o que están muy seguras de sí mismas. O ambas cosas a la vez.
-Algo pasará cuando has hecho que dé media vuelta, me he puesto perdido, ya ves que no llevo paraguas. Dime qué pasa o qué quieres.
-Vale, ya veo que la ironía no es tu fuerte. Y la diplomacia tampoco. Pues pasa que esta es mi última sesión de terapia, me han dado el alta, ya no vendré más y quería despedirme. He hablado con todos menos contigo y me parecía justo decírtelo para que lo supieras de primera mano. Al fin y al cabo hemos compartido cosas importantes ahí dentro -esto lo dijo señalando con su pulgar hacia el portal que quedaba tras su espalda-. Sabes secretos míos que hasta mis mejores amigos o mi propia familia desconocen.
Esta vez me pareció sincera y sin impostura. Internamente agradecí su deferencia, hoy en día casi nadie se molesta en quedar bien con nadie, aunque sólo se tratara de eso. Lo normal hubiera sido no decirme nada, “pasar” de mí como se dice coloquialmente, como yo también había “pasado” de ella y de todos los demás. Jamás crucé una palabra ni tuve un gesto amable con esta persona que ahora estaba plantada ante mis narices dándome una información que no le había pedido y que perfectamente podía haberse ahorrado. Tras un incómodo silencio, opté por la vía diplomática, la que siempre aflora y acude a mi rescate en situaciones bochornosas e incómodas como esa.
-Pues te lo agradezco, Ana. Espero que te vaya bien en la vida y que hayas superado definitivamente tu adicción.
Le estreché la mano, y sin darle tiempo a otra despedida por su parte o a que la conversación se prolongara (cosa que estaba deseando en lo más profundo de mi ser), me dirigí de nuevo al coche cuidándome de no resbalar y dar con mis huesos en el asfalto.
Justo antes de abrir la puerta, la pude escuchar por última vez:
-No soy Ana, te has equivocado.
Si es que soy gilipollas, no aprendo. Esto con tres birras en el cuerpo no me hubiera pasado. Creo que voy a necesitar algo más que unas sesiones “happy-flower” para escapar de esta tortura. Mientras tanto, intentaré buscar a «Ana» e invitarle a unos vinos para resarcirme de mi error, no voy a ser yo el único jodido en esta historia.
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