15 Sep El asqueroso orden
Me ha venido a la cabeza una situación que contemplé hace unos meses desde mi balcón. Estaba yo asomado tomando el fresco (cuando todavía existía eso) y vi como un coche un poco destartalado y modesto maniobraba y aparcaba cerca de las casas adosadas que quedan justo enfrente. Se bajaron cuatro personas, dos adultos y dos niños de unos ocho o nueve años, una familia normal y corriente.
El padre sacó un papel de su cartera, se lo acercó a los ojos y se dirigió a la puerta de uno de los adosados. Su mujer y los niños siguieron sus pasos con naturalidad. El hombre pulsó el timbre una vez. Nada. Luego otra. Nada. Antes de proceder con el tercer intento, se puso las palmas de ambas manos en la frente, a la altura de las cejas a modo de visera, y echó un vistazo al interior del jardín de la casa desde las rejas de la puerta, tratando de adivinar algún movimiento. Tercer intento con el timbre, esta vez más prolongado, pero nada.
Se me ocurrió que lo más lógico hubiera sido coger el móvil y llamar al dueño de la casa y advertirle de su presencia (la de él y la de su familia entera) Y en el supuesto de que no hubiese obtenido tampoco respuesta, haber dejado un mensaje en el contestador del tipo:
-Estamos fuera, he llamado tres veces pero veo que no estáis. Si habéis salido, decidnos cuándo volvéis y hacemos tiempo por aquí hasta entonces.
Eso hubiera sido lo lógico, según mi limitado y atrofiado punto de vista.
Pero no se produjo tal situación, no hubo llamada de móvil. Estuvieron por allí varios minutos, caminando calle arriba y calle abajo, el matrimonio manteniendo fugaces conversaciones o simples cruces de palabras. De vez en cuando, el hombre consultaba un papel, desconozco si era el mismo que había mirado al principio justo antes de llamar al timbre, y se lo volvía a guardar en el bolsillo de su chaqueta con un gesto semi compungido que ya anticipaba cierto desengaño. Los niños, ajenos a cualquier situación incómoda o indeseable, correteaban y jugaban persiguiéndose el uno al otro, como hacen todos los críos que sólo viven en el momento presente. En la edad infantil, ni jugamos a adivinar el futuro ni nos perturba el pasado, bendito y efímero don.
Yo contemplaba la escena como si una parte de mi estuviera implicada en ella, deseando que en cualquier momento apareciera un coche, bajaran los dueños de la casa y se fundieran en un abrazo con los visitantes, a todas luces inesperados a tenor de los acontecimientos. Pero pasaban los minutos y el escenario permanecía invariable, hasta el punto de resultar algo molesto e incómodo. Pero era incapaz de volver a mi rutina. Había algo hipnótico que me obligaba a permanecer apoyado en la barandilla del balcón, como si mi papel de mero observador tuviera la capacidad de interferir en ese universo, o como si existiera una fuerza invisible que me empujara a no apartar la vista de ese momento y de ese lugar, que se habían configurado como la única buena razón por la que vivir esa mañana.
Calculo que pasaron unos quince minutos, cuando la madre, visiblemente inquieta o impaciente, llamó a los niños para que no se alejaran demasiado y volvieran al coche, mientras que el padre, no menos resignado, subía al coche y ponía el motor en marcha. Cuando ya estaban todos en el interior, el vehículo arrancó, tomó dirección norte y lo perdí de vista.
Hasta aquí la historia, pensé. No es para tanto. Una familia se planta en la casa de algún conocido o familiar, llaman al timbre sin obtener respuesta y se marchan por dónde han venido, nada especial.
Nada especial si no fuera porque justo antes de volver al comedor y abandonar el balcón, dando por concluida mi sesión de «voyeurismo» inducida, juro que no fue voluntaria, observé cómo una mujer se asomaba por una de las ventanas de la segunda planta de la casa inspeccionando visualmente la calle y cómo, al cabo de un minuto, salía al patio principal el dueño de la casa completamente vestido de calle, pantalón tejano y camiseta corta. Imaginé la conversación que el supuesto matrimonio habría mantenido un instante antes de que el hombre bajara y abriera la puerta de su casa:
-Ya no hay moros en la costa, todo despejado.
-¿Estás segura? A ver si vuelven…
-Sí segurísima, he visto el coche alejarse carretera arriba, tranquilo que estos ya no vuelven.
-Cojonudo, ya podemos salir.
Atónito y sin salir de mi asombro, pensé en qué clase de gente es capaz de regirse por ese comportamiento. Pero el mal ya estaba hecho, o si se prefiere, la venganza consumada. No me interesaban esos actores, subhumanos aparentando una vida normal, la especie más común y vulgar entre nuestra raza.
Centré mi atención en la familia del coche. Ya no estaban allí pero habían estado, juro que los vi, no fue un espejismo. Esa mañana, la mujer duchó a esos niños y los vistió para ir a visitar a no sé quién. El matrimonio acordó días antes o esa misma mañana, vete a saber, que ese era el momento marcado, el idóneo para hacer esa visita, con no sé qué propósito, si es que realmente existía alguna motivación aparte de la mera cortesía entre conocidos o familiares. O tal vez la razón obedecía a meros intereses crematísticos, un favor dinerario, una ayuda puntual.
Y se encontraron con el vacío, la nada y el silencio por respuesta. Dos adultos y dos niños, aparentemente una familia normal recibiendo un portazo en sus narices, o ni siquiera eso, peor aún, el cruel rechazo de quien espía y espera pacientemente el momento en el que los indeseables ya no estén al alcance de su vista y no representen una amenaza para la inquebrantable armonía de su hogar. Y pensé en qué clase de daños, injurias, afrentas o desastres habría causado esa humilde familia de cuatro miembros para merecer ese trato. Qué suerte de desavenencias latentes podrían justificar semejante respuesta, desmesurada e injusta bajo mi subjetivo parecer, una pena sin condena.
Con cierto desasosiego y pesar, mi mente proyectó la visión de esos niños correteando por la calle un instante antes, ajenos a cualquier circunstancia lastimosa. Y a los padres conteniendo el gesto anticipando lo inevitable, porque para algo ya eran adultos y perdieron hace mucho tiempo el don de la despreocupación. Y acabé por aceptar que ese debía ser el orden natural de la vida y de las cosas y que nadie, ni siquiera yo desde mi balcón, tenía la capacidad de alterarlo. Sí, el asqueroso orden.
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