Ruta 66: El Blog de Jaime Galán
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Potsdam-Hackberry

Ruta 66

Recorriendo la ruta 66, el turista alemán recala en Hackberry y aprovecha para repostar gasolina. Conduce un viejo y destartalado coche de alquiler, color azul marino, oxidado. Es el más barato que había disponible. Existían otros modelos más asequibles incluso, pero ya estaban alquilados. El alemán es tacaño y huraño, un hombre de pocas palabras. Viaja solo porque ha preferido no venir con su familia. Se han quedado en Alemania o los ha dejado él allí, en ese país. Nadie debería llevar enganchada a su familia al culo, literalmente hablando, aunque a veces eso es lo que se espera de uno, piensa mientras se dispone a entrar en la gasolinera.

 

***

¡Que se muera el muy cabrón! Habría gritado la mujer a sus hijos encolerizada cuando se enteró de que el marido había comprado un solo billete de avión, sin contar con la familia. En realidad, a ella le importaba una mierda que no fueran sus hijos, pero le jodía mucho no contar para él, no entrar en la ecuación. Y los hijos, abrumados, sentirían una profunda tristeza y pena por la madre y un creciente odio hacia su padre porque, a fin de cuentas, los reproches que se lanzan al aire son puñales cargados de resentimiento para quien los recoge. Qué hijoputa el viejo, ¡cómo se las gasta!

Son cuatro chavales, el más joven tiene once años y el mayor, que es el más sensato y se llama Markus, tiene veinte. Ya piensa y razona con más independencia, sin subjetividades ni presiones maternales. Supo ver el percal antes que nadie y por eso ya no le afecta nada de lo que le diga su madre. “Sí, papá es un cabronazo pero tú eres una puta” Esto lo piensa pero no lo dice, todavía debe un respeto formal a sus progenitores y le falta desparpajo y cojones para soltarlo sin más. Y lo piensa porque es conocedor de la relación adúltera que su madre mantiene con un antiguo compañero de la Universidad. Y eso, a todos los efectos, en su lenguaje y en su escala de valores equivale a ser una “puta”. Todavía no sabe que esas cosas pasan en muchas familias y que se seguirán perpetuando hasta la extinción de la raza humana. Aún no ha descubierto que muy probablemente él acabe siendo un adúltero y seguramente sentirá una culpa horrible que le anulará como persona y le impedirá ser feliz. De eso se dará cuenta tarde, cuando ya no tenga arreglo. Quiero decir de la culpa, no del acto adúltero en sí mismo. Mira a sus hermanos, tristes y abatidos, consolando a la madre y repudiando al padre, que en unos días emprenderá solo el viaje de “su vida”.

***

 

El turista alemán, que se llama Reinhard y hace gala de un perfecto dominio del idioma inglés, entra en la gasolinera y, sin dar los buenos días, pide que le llenen el depósito. Hay dos dependientes, uno de ellos negro, que permanecen impasibles, como si nada hubieran escuchado. Reinhard insiste, pero los dos empleados de la gasolinera cruzan sus miradas sin mediar palabra. Es como si estuvieran preguntándose ¿vas tú o voy yo? Pero Reinhard lo interpreta como un “no somos tus esclavos”, así que opta por alzar la voz esta vez.

El empleado blanco, que se llama John, con una gran agudeza auditiva, ha notado el acento alemán y le pregunta abiertamente si en Alemania están acostumbrados a que les llenen el depósito los empleados de las gasolineras, a lo que Reinhard contesta que no, que los clientes se lo montan solitos, que los cajeros no salen de su caseta ni para ir a mear, pero había pensado que en América era diferente porque lo había visto en las películas.

John percibe cierto tono burlón en la explicación y le espeta a Reinhard que es un subnormal; el silencio invade el local y la tensión se puede cortar con un cuchillo. Los tres hombres permanecen inmóviles y las miradas que se cruzan oscilan entre la amenaza, la condescendencia y la incredulidad.

El empleado negro, que se llama Robert, opta por ir a llenar el depósito y zanjar el asunto definitivamente, atajar la incidencia por la vía de la conciliación. Alguien dirá que lo lleva escrito en su ADN, que en su herencia genética está grabado agachar la cabeza y resignarse, como tantos otros de su misma raza lo vinieron haciendo durante siglos. Ha podido evitar un homicidio, o dos. Sabe perfectamente que ambos contendientes tienen pistolas; al alemán le sobresale el arma del bolsillo trasero del pantalón y John siempre guarda una debajo del mostrador, detrás de la caja. Y aunque John y Robert no lo sepan, Reinhard no ha emprendido este viaje para agachar la cabeza y mirar hacia otro lado como viene haciendo durante los últimos veinte años en su Potsdam natal. Esto no está escrito ni predeterminado en su ADN, es algo que se puede cambiar y tiene la firme determinación de hacerlo.

Reinhard y John piensan lo mismo: al final le ha tocado ir al negro, el único cuya pasividad obedecía más a una cuestión de pereza que de orgullo racial, pero no van a mover un dedo por alterar la situación. Es el orden establecido, en Hackberry o en Potsdam la lógica siempre acaba obedeciendo a un mismo patrón, siempre hay alguien que cede en última instancia, que evita el conflicto porque su naturaleza y su herida de nacimiento lo han condicionado a actuar así.

Reinhard sabe que su mujer le es infiel, aunque nunca se lo ha reprochado ni le ha hecho saber que está al tanto de la situación. En su relación conyugal también hay cuchillos afilados, armas a punto de desenfundar y tensiones irremediables que se amortiguan tragándose el orgullo, diciendo siempre que sí y haciendo como que no pasa nada. Por eso está en América haciendo la ruta 66 en solitario, para despejarse un poco y ganar confianza. Iba a ser borrón y cuenta nueva, pero  se ha dado cuenta de que  esta travesía ya no será lo mismo a partir de este instante, porque Robert ha abierto el boquete emocional que quería tapar y Reinhard está harto de ser Robert. 

Siempre hay alguien que cede y se reserva el derecho a réplica, o contiene la incipiente ira que va despertando al ritmo de la acumulación de desengaños, decepciones y desilusiones. La realidad, la ilusión y la razón conforman una tríada de subjetividades con las que lidiar cada día, hora, minuto y segundo de la vida. Por eso hay quien busca la redención experimentando la abrumadora soledad, que nos entrega el tiempo para que hagamos con él lo que se nos antoje. Por eso Reinhard, habiendo superado ya la primera prueba que el destino le ha deparado, continúa su viaje en compañía de nadie, más que de su tiempo.

 

(*) Esta historia la publiqué en 2008 en el Boletín de La Cancillería bajo el pseudónimo de El Kaiser – EK. La he editado y actualizado en septiembre de 2022, cambiando algunos nombres y tiempos verbales para eliminar alguna incoherencia.

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