08 Ene Justicia
Sin hacer ruido, Lucía se sentó en el borde de la cama, encendió la luz de la lamparilla, se puso las gafas de leer y empezó a ojear una novela de Ralph Barby que cogió de la mesita de noche. Era una manera más de pasar el tiempo y evadirse de los terribles pensamientos que la invadían desde que Luís, su marido, había salido a la calle a las diez y media de la noche inusualmente bien arreglado para ir a comprar tabaco y devolver unas llaves extraviadas al portero.
-Mira Lucía, estas llaves estaban en la entrada, tiradas en el suelo. Deben ser de Paquita imagino, siempre tan despistada esta mujer, pero ya es tarde, se las dejaré a Ricardo. -Le había dicho Luís esa misma noche, unos minutos antes de salir.
Pero ya eran las dos y media y Luís no regresaba. No era hombre que se rigiera por ese comportamiento, aunque bien es cierto que alguna vez se había dejado llevar por algún amigo o compañero de trabajo borracho, volviendo a horas intempestivas y con dos copas de más. Pero definitivamente no era su estilo.
Razón de más para que Lucía albergara sentimientos de rabia y de desesperación aunque dominados principalmente por la preocupación, que lo invadía todo. Una punzante sensación de malestar e impaciencia sólo aplacada por fugaces ráfagas de esperanza en las que se imaginaba a Luís entrando por la puerta tranquilamente, como si nada hubiera ocurrido. En esos momentos, lo único en lo que pensaba Lucía era en acertar con la recriminación más adecuada o ponderada, que no desencadenara en una tormenta de discusiones que despertara a los niños de su placentero sueño.
-¿De dónde vienes, tú ves esto normal?
-Déjame mujer, no empieces.
-¿Qué no empiece? ¿Tú sabes el susto que me has dado?
-Déjame vivir, solo he tomado unas copas, como hacen todos los hombres en este puto barrio menos yo. Para una miserable vez que me divierto y me lo vas a echar en cara, ¡Joder!
Y ahí se interrumpía la alucinación, diluida la hipotética réplica en una infinita pausa, mientras el minutero avanzaba implacable hacia las cuatro menos cuarto. ¿Hora de llamar a la Policía? No, para qué. No le harían caso, era un hombre adulto, no habían pasado ni veinticuatro horas y este tipo de salidas nocturnas estaban a la orden del día, aunque ella fuera una afortunada y viviera al margen de esa oscura realidad social. Sabía de vecinas que ya habían hecho callo de aguantar comportamientos como ese e incluso peores. De palizas y humillaciones, vejaciones en privado y en público. Pero Luís no era así, no era de esos. Su Luís no.
Y aunque siempre había escuchado historias de quien se fue a por tabaco y nunca regresó, Lucía se resistía a pensar ni tan siquiera por un instante en que eso le fuera a suceder a ella.
“Eso le pasa a las demás, no a mí, imposible.”
Pero lo cierto era que Luís se había ido a por tabaco y no había vuelto. Esa era la situación real y objetiva, el presente más doliente y perturbador que a cada segundo prestado se transmutaba en un futuro cierto y plomizo. Un futuro sin Luís y con los niños, en una ciudad de acogida, lejos de la familia y de los “suyos”, como solía decir cuando hablaba con nostalgia de las personas que había dejado en el pueblo. Todo esto pensaba Lucía mientras se vestía, dispuesta a ir a hablar con Ricardo, el portero que vivía en el entresuelo, para intentar sonsacarle alguna información. Ricardo, hombre de pocas palabras, más bien antipático e incluso grosero, sobre todo con las mujeres. Un sacrificio menor dadas las circunstancias.
-Ricardo, buenos días. Siento molestarle tan temprano, pero mi marido salió anoche para darle unas llaves y… -En ese instante, Ricardo la interrumpió bruscamente.
-Sí, me las trajo, son de Paquita. Luego se las daré, aún es muy pronto.
-Entonces, ¿vio a mi marido?
-Claro que le ví, las llaves me las dio él, no fue el espíritu santo. Luego salió al bar a por tabaco, o eso me dijo. ¿Pasa algo?
Hasta aquí todo eran obviedades, un relato fiel y ajustado a la realidad. Se abstuvo de dar más información al imbécil de Ricardo, que a buen seguro se encargaría de propagar alegremente al resto de vecinos son sorna. Prefería evitar de momento el innecesario ruido de fondo y los murmullos.
Así que fue al bar que frecuentaba Luís y allí le confirmó Jacinto, el dueño del local, que efectivamente compró un paquete de Ducados, hasta la marca recordaba, aunque no era algo difícil de adivinar si esos eran los cigarrillos que acostumbraba a fumar Luís.
-¿Y sabes qué hizo después? -Preguntó Lucía a Jacinto, tuteándole.
-Pues no sé mujer, salió por esa puerta y se despidió como siempre, supuse que volvería a casa, ¿no fue así?
Lucía puso al corriente a Jacinto de la situación. Sin duda alguna, le inspiraba muchísima más confianza que el cretino de Ricardo. Y aunque tenía un bar y era un lugar idóneo para todo tipo de chascarrillos, confiaba plenamente en la honestidad e integridad de ese hombre que distaba mucho de ser un patán. Lucía conocía a Jacinto porque, entre otras cosas, era del mismo pueblo, de los “suyos”. Y sabía que aunque regentaba un tugurio de mala muerte, era un hombre leído y cultivado. Por así decirlo, se le podía considerar el raro de la pandilla, el que soñaba con mejorar el mundo, el que aspiraba eternamente a ocupar un lugar reservado en la historia, o reescribirla en cierto modo. El que acabó abriendo un apestoso bar en una ciudad extraña, para que cientos de borrachos le confiaran diariamente entre tragos y delirios, las miserias de unas vidas vacías y atormentadas. Quizás era ese su lugar reservado en la historia, no lo pensaba demasiado, pero lo aceptaba con estoica resignación.
-No te preocupes, mujer -en ese instante, Jacinto apoyó ambos brazos sobre la barra y se acercó un poco más a Lucía, bajando la voz para que nadie más escuchara lo que le iba a decir-. A veces los hombres nos comportamos así -usó el plural deliberadamente para transmitir cierta idea de pertenencia a una tribu de la que distaba mucho de formar parte-. Las obligaciones diarias y las preocupaciones nos consumen a diario, es como un vaso que se va llenando poco a poco hasta que al final rebosa y, cuando lo hace, el malestar que nos invade nos duele y perturba tanto que sólo podemos sofocarlo con desahogos banales e impulsivos como estos. Ahora el vaso vuelve a estar vacío y eso es una buena noticia.
A Lucía no le sorprendió esta salida filosófico-humanista de Jacinto, de hecho, se la esperaba. Y hasta cierto punto la tranquilizó. Esas palabras cayeron como un bálsamo sobre su espíritu, el primer atisbo de esperanza que provenía del exterior y no de su egotista vocecita pendular, que oscilaba entre el peor y el mejor de los escenarios posibles en cuestión de segundos. Había compartido su peculiar situación con un actor externo e independiente, alguien que le había restado importancia y quitado hierro al asunto. Aunque, a fin de cuentas, eso es lo que hacían los amigos para ofrecer consuelo, por lo que la independencia y objetividad de criterio de Jacinto, que era de los “suyos”, quedaba seriamente en entredicho. Mal augurio.
***
Ya han pasado tres semanas y Lucía se ha acostumbrado a las miradas condescendientes y a escuchar los vanos y estúpidos consuelos de manual. Forman parte de su rutina, pero sabe que algún día todo esto se acabará. Le resta importancia y pone siempre la mejor de sus sonrisas.
No así en su fuero interno, cuando se encuentra a solas y proyecta en su mente los ciento veintinueve mil seiscientos segundos, dos mil ciento sesenta minutos o treinta y seis horas de reloj que pasaron entre la desaparición de Luís y el desenlace conocido.
Y lo que siente no es paz, ni tranquilidad ni se le puede restar importancia. Es rabia e ira. Ganas de devolver el golpe, sed de venganza o de reparación. Preferiría llevar flores al cementerio antes que tener que pasar por esto.
Porque su iracundia nace en la desesperación por la falta de aceptación de una realidad tormentosa e injusta. Y es precisamente esa percepción de injusticia, la que dota al sentimiento objetivo de pérdida de una pátina de afrenta personal inmerecida a todas luces que exige reparo. Y es ahí donde habitan sus bajos e insanos instintos que convierten la pena y el dolor en cólera, aunque todavía es demasiado pronto para exigirle que la obvie. Ante un hecho remediable, el dolor solo puede ser opacado temporalmente por la ilusión de la venganza, que transita por el camino de la ira plagado de trampas y de baches. Es una salida comprensible pero que se transmuta en culpa una vez ejecutada. Y no hay gloria ni recompensa ni gratificación posibles que aplaquen el dolor innato que subyace en la afrenta del honor que pretende ser restituido.
La aceptación y la inteligencia traerán a Lucía la luz que Luís le arrebató una noche cualquiera, mientras que el rencor y la furia se desvanecerán al mismo ritmo en que se irá desfigurando en su mente el significado de la palabra justicia, siempre tan adulterado y sobrevalorado. Siempre tan dañino.
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