22 Dic Un día raro
Me dijo que teníamos que hablar y de eso ya han pasado casi dos años. El preludio de la condena en tres palabras, el final intuido que se precipita de repente. Algún día tenía que ser, aunque en Navidad jode especialmente.
Hoy mi jefe también me ha dicho que teníamos que hablar. Y me lo ha soltado así, sin más. Luego hemos subido a la azotea del edificio de oficinas y nos hemos fumado un cigarro, el último cigarro, mirando el cielo de esta ciudad en la que nada funciona como debería. Pero no les guardo rencor ni a él ni a la ciudad.
Luego he vagado por el centro, ese terreno inhóspito para los parias de extrarradio. Intenté adaptarme a su bullicio y a encajar en su esnobismo, lo juro por Dios, pero no hubo manera. No es un lugar cómodo ni seguro para los aburridos o demasiado sencillos. Los dones de la extravagancia y el desparpajo solo se conceden a quienes saben honrarlos, y yo nunca he sido de esos. “Aprende a bailar bachata”, me dijeron un día. Vaya tela.
De camino hacia el metro un crío ha llamado mi atención. Estaba prácticamente anclado en el suelo, inmóvil, mientras que su madre, diez metros adelantada, le regañaba y le instaba a incorporarse. El motivo de la pataleta era un puesto de adornos navideños. El niño, entre sollozos y balbuceos, señalaba con su diminuto dedo índice a las figuritas allí expuestas, vistosamente decoradas con espumillón, guirnaldas y llamativas lucecitas intermitentes. Quién puede resistirse a eso. Como fuera que su mamá no le hacía ni caso y el semáforo seguía en rojo, me he acercado a la caseta y he comprado un niño Jesús y una estrella de Belén de discretas dimensiones y se las he dado a la joven madre.
Pero no le ha sentado muy bien.
—¿Eres tonto o qué te pasa, tío? Anda, toma. ¿Vas a educar tú a mi hijo mejor que yo?
Me las ha devuelto de mala manera.
Lo he vuelto a hacer, me he inmiscuido en un dolor que no me concierne y esa actitud nunca me reporta nada positivo. No se puede ir de salvador por la vida, menuda arrogancia.
Pero no aprendo. Me pregunto en qué momento alguien vendrá a inmiscuirse en mis desvelos y preocupaciones, cuánto habré de esperar para recibir la visita de algún ser soberbio que meta sus narices en mis asuntos, aunque no le incumban. Prometo no despacharle con cajas destempladas ni tutearle alegremente.
Ya en el metro, he caído en la cuenta de que quizás este trayecto sea el último en mucho tiempo: trece estaciones, trece paradas de obligado recorrido casi diario, solo salvadas por los anodinos fines de semana y algún que otro festivo. Y parecía que sería eterno, que nada cambiaría. La cotidianidad, aquello que damos por supuesto y a veces nos fastidia por tedioso y repetitivo la echamos de menos un día cualquiera. Y es cuando queremos volver a esa rutina que nos martirizaba y que, vista ahora, no estaba tan mal. Tocábamos el cielo, pero éramos estúpidos.
En el suburbano no parece Navidad, todo sigue igual, llegan los convoyes con menor o mayor puntualidad, repletos de gente absorta en sus asuntos, sin levantar la mirada de sus teléfonos móviles. Recuerdo un tiempo en el que se oían Villancicos en las estaciones cantados por grupos de chavales que tocaban la pandereta y pedían aguinaldos. Todo eso se ha perdido, o ya no tiene sentido. Los únicos que siguen pidiendo son los mendigos o los músicos callejeros, para fastidio y hastío de los pasajeros. Supongo que también algún día los añoraremos, aunque aún no lo sepamos.
Mi barrio tampoco se ha contagiado este año de ese espíritu que impregna las concurridas calles del centro. La iluminación es más bien escasa y la mayoría de locales tienen la persiana echada y ensuciada con grafitis de un feísmo indescriptible. La bodega de Pedro sigue abierta, pero la regenta Ana, su hija mayor. Me he acercado a saludar y a felicitar las Fiestas y para mi sorpresa también estaba Lola, la mujer de Pedro, sentada en un taburete de mimbre ojeando una revista y comiendo polvorones. Se han puesto muy contentas al verme, nos conocemos desde que yo era un crío y hemos charlado durante un buen rato, rememorando antiguas batallitas. Pedro, que en paz descanse, era prácticamente Dios, el proveedor de pan, vino, legumbres y chucherías de todo el distrito. No sé cuántos paquetes de chicles y de caramelos le habré robado al bueno de Pedro durante mi infancia, e incontables las veces en las que hizo la vista gorda, porque las hubo. Aunque nunca se lo agradecí lo suficiente, con los años me esforcé en recompensar su desinteresada generosidad ayudándole a presentar la declaración anual de la renta: un imberbe de dieciséis años rodeado de albaranes, facturas y contratos de alquiler en la trastienda de la bodega, mirando de reojo a la hija que ahora ocupa su lugar y de la que estaba perdidamente enamorado. Ha llovido mucho, todo cambia. Me faltó valor para declararme, por miedo al rechazo o pavor a quedar como un idiota. Con el tiempo supe que mi osadía hubiera sido correspondida pero ya era tarde: la misma ráfaga de viento que se llevó mis miedos también birló mi esperanza. Ana acabó casándose con un idiota del centro, de esos que saben bailar salsa.
Sí, hoy ha sido un día raro. Ya estoy en casa y he encendido las luces del árbol y lo he coronado con la estrella de Belén y el niño Jesús huérfano que aún guardaba en mi chaqueta. En mi familia siempre ha sido costumbre celebrar la Navidad y honrar la memoria de los que ya no están. No hay cabida para la tristeza, aunque muchos preferirían abrazarse a ella y no soltarse hasta el siete de enero. Comprensible y respetable.
Pero no pienso encerrarme en el caparazón de la nostalgia. El abrazo de Lola, la sonrisa de Ana y la mirada de asombro del niño inmóvil merecen un brindis por los días raros, por esta Navidad.
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